guso

VODKA

Hace poco más de dos años que cayó el muro de Berlín y que el capitalismo salvaje entrara a saco en la antigua Unión Soviética. Me encuentro en el mercado de abastos de Volgogrado, llamada Stalingrado hasta hace unos días. Busco distribuidor para los productos de la destilería para la que trabajo, una multinacional escocesa que acaba de adquirir una embotelladora a orillas del Volga, a cuatrocientos kilómetros al norte de esta importante ciudad.

            Pregunto en todos los puestos en los que veo que venden vodka, que son la mayoría por cierto, por su proveedor. Todos me responden con el mismo nombre: los hermanos Aksionov, y un mismo lugar: aquí mismo, aquí abajo. Esto último no acabo de entenderlo del todo. Un tendero muy amable, orgulloso de poder ayudar a un extranjero occidental, se ofrece a acompañarme hasta el lugar que mencionan. Caminamos hacia una entrada pobremente iluminada. Me comenta algo sobre la mafia, sobre los hermanos Aksionov. La distribución en general ha caído en manos de la emergente mafia rusa, conformada por antiguos jefes del partido comunista, ex agentes de la KGB, militares y policías; en definitiva, los que mandaban y siguen mandando y los que tenían y siguen teniendo las armas. Mismos perros, distintos collares. Le pregunto, inocente de mí, si son peligrosos, me responde con un «normaln’yy», que traducido vendría a decir que lo más seguro, que lo normal, vamos.

            Estoy incumpliendo totalmente el protocolo de seguridad de mi empresa, el que nos obliga siempre a los occidentales —somos un atractivo objetivo— a ir acompañados por nuestro chofer guardaespaldas. Anatoly no podía aparcar y está dando vueltas alrededor del mercado. Me arriesgo, «solo voy a proponer un buen negocio a un hombre de negocios, qué me podría pasar», me digo para darme valor. Nos hemos adentrado en un laberinto subterráneo de callejuelas estrechas, con múltiples almacenes de bajo techo, mal iluminados y aire viciado. Mi guía me señala un almacén al fondo del pasillo y se marcha. Un larguirucho centinela está a poyado en el vano de la puerta.

            Me dirijo con mi mejor sonrisa y mi mejor ruso al cancerbero. Le informo quien soy y lo que busco. Me entiende a la primera, pero no dice nada. Suelto el nombre de Aksionov para que vea que sé a quien quiero ver específicamente. Sigue sin reaccionar. Insisto en que no querrá que su jefe pierda una buena ocasión de negocio. Parece que esto último ha surtido efecto pues me invita a acompañarlo.

            Me señala un cuartucho algo mejor iluminado y una silla en la que sentarme. No me puedo creer lo que veo: un montón de fajos de dólares americanos alineados sobre una gruesa mesa de madera sin barnizar. De pie junto a la mesa, un armario de doble cuerpo con cabeza de buey y ojos de lobo, totalmente vestido de cuero negro, pistola en sobaquera y cara de pocos amigos. Está escuchando la radio y fumando cigarrillos rusos: ovales, fuertes y de penetrante olor. No me saluda ni me presta la más mínima atención; aunque intuyo que me observa de soslayo. Me entretengo en calcular la suma de dinero que puede haber ahí encima. Cuento veintiséis montoncitos, con cinco fajos cada uno. Éstos parecen contener unos cincuenta billetes cada uno, no estoy seguro. Son billetes de cien dólares, eso seguro: todos tienen la cara de Benjamin Franklin en el anverso. Por lo menos, más de medio millón. Una pasada. Controlo un cierto temblor de mi pierna derecha. Siempre me pasa cuando me pongo tenso. Apoyo ambas manos sobre mis rodillas y espero. Respiro hondo con disimulo.

Un hombre alto y atlético entra en el cuarto. Va igualmente vestido de cuero negro y cubierto con una gorra con orejeras, que no se quitará en ningún momento. Me saluda en ruso. No me da la mano y se limita a decir su nombre y a sentarse. Se trata de Vladimir Aksionov, uno de los dueños del tinglado. No parece un mafioso, pero sin duda lo es. Le pregunto si habla inglés —prefiero hablar de negocios en esa lengua, que domino mejor y además me permite así ocultar mi buen nivel de ruso—. Me responde que sí y pasaremos a hablar en inglés, pero antes, mira feroz al armario de doble cuerpo y con una simple, pero enérgica, indicación de su barbilla, el señalado recoge todo el dinero. Lo acuna en su regazo sirviéndose de los largos faldones de su abrigo. Los pliega bien, como si fuera una suerte de hatillo, y desaparece raudo por la puerta.

            Sonrío como un idiota. Está de más, percibo. Comienzo a exponerle a lo que he venido. Aksionov me escucha atento. Asiente de vez en cuando. Hace alguna pregunta interesante. Me da la sensación de que es bastante inteligente. Creo que aprecia que lo que le propongo le puede resultar muy beneficioso.

            El grandullón cabeza de buey irrumpe en el almacén. Le dice algo al oído a Vladimir Aksionov. Éste asiente y me señala con su típico movimiento de barbilla. Dos manazas me levantan de mi asiento y me zarandean violentamente. El grandullón comienza a cachearme. Me quita el abrigo sin miramientos y lo palpa por todos lados, mientras me pregunta amenazante que dónde lo he escondido. «¿El qué?», le respondo en inglés. «Kakaya veshch?», traduzco al ruso, con lo que me descubro. Me pregunta por el dinero, por los dólares. Que les falta un fajo y creen, al parecer, que me lo he guardado yo en un descuido. «Nyet. Nyet dollarov», le respondo agitado. Sus manazas siguen su exploración, ahora por todos los rincones de mi tembloroso cuerpo, se detiene especialmente en mi entrepierna, luego desciende por los muslos, palmea pantorrillas y tobillos. Me indica que me saque las botas. Son de cordones, imposible haber guardado algo ahí, pero no discuto. Haciendo equilibrios comienzo a desatarlas.

            El centinela larguirucho entra a toda prisa en el cubículo. Le dice al boss maffi que ya han encontrado el fajo que faltaba. El gorila me libera al instante. Suelta un lo siento y se marcha por donde vino junto al larguirucho. Aksionov se disculpa en inglés por lo ocurrido. No me queda otra que poner buena cara.

Regresan los dos empleados con una botella de vodka helado y cuatro vasitos. Brindamos. En Rusia todo lo arreglan con vodka.

«Estoy en el negocio correcto», concluyo.

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ALTER EGO

ALTER EGO

Matías Cortés vive rodeado de pantallas. Son su vida. La pantalla del ordenador es su área de trabajo, su oficina. Es desarrollador de video juegos. Juegos de combate, su especialidad. Fue especialista francotirador en las GOE, Grupo de Operaciones Especiales del ejército de tierra. Ejército que abandonó pronto, no sin antes adquirir mucha experiencia en tiro a larga distancia. También le interesó poder llevar al cinto una HK USP Compacta 9mm Parabellum. La pistola la tiene en casa. El arma larga la tuvo que dejar.

Ahora juega y hace jugar a otros. En video. En línea.

            Otras pantallas en su vida son: la del televisor, a la que dedica al menos seis horas diarias, o algunas más cuando se hace una tele maratón de series. La pantalla del cine es su tercera casa. Acude todos los miércoles por la tarde a la primera sesión. Busca menor afluencia y mejor precio. El séptimo arte es su pasión. Las películas de guerra sus preferidas. Los thrillers su debilidad. Cada semana visiona al menos un film.

            Esta semana ha ido al cine todos los días desde el miércoles pasado y hoy, también miércoles, repite. La misma película: Joker. La misma cada día. El sábado la vio dos veces seguidas. Durante el segundo pase se dedicó a imitar la risa nerviosa que magistralmente modula Joaquin Phoenix. Le mandaron callar varias veces. No hizo caso hasta que vino un empleado de la multisala y le rogó que saliese. Ha seguido practicando en casa.

            La visiona siempre en versión original. No entiende el inglés, pero quiere imitar la risa del actor original, no la del doblador. Hoy compra dos entradas: una para la primera sesión de las cuatro y otra para la segunda, numerada, así no tendrá que hacer cola para coger un buen sitio. La verá dos veces.

            Se la sabe de memoria. Cuando se aproxima la escena de la escalinata —ese magistral momento en el que Joker baila mientras baja por las escaleras de una empinada calle de Gotham City—, Matías se levanta y se va hasta el extremo del pasillo central, atrás al fondo, justo debajo del ventanuco por el que la luz del proyector lanza imágenes hacia la pantalla. En cuanto comienza la escena, se transforma, y al ritmo de la música, imita el baile de Joaquin Phoenix y eufórico desciende poco a poco entre las filas de butacas. Lanza patadas al aire en ambas direcciones al igual que el actor. Extiende los brazos hacia arriba. Salta unos imaginarios escalones. Y ríe. Todo el tiempo. Durante toda la escena. Hasta que llega, entre broncas y silbidos, algo ahogados por la música de Gary Glitter, al final del pasillo central. Se coloca bajo la pantalla. Se inclina y saluda. Se gira y pulsa la barra que abre la puerta de emergencia por la que sale a la calle.

            Da la vuelta a la manzana y llega de nuevo a la puerta del cine. No hace la cola. Tiene la entrada para la segunda sesión en su móvil. Lo muestra al controlador, quien escanea el QR y le permite acceder a la sala. Lo ha visto varios días y sospecha de él, de que quizás tenga enfrente al impertinente que imita la risa del famoso actor. Lo mira fijamente como intentado transmitirle un sé quien eres. No tiene éxito. Matías está a su rollo: piensa únicamente en su nueva exhibición.

            Disfruta de la película otra vez. Se prepara para la escena cumbre. Le ha sobrevenido una erección. Se asombra. Nunca antes le había pasado sin recurrir a estímulos pornográficos. Se levanta y se sitúa bajo el proyector como hizo en la sesión anterior. Se palpa el riñón. Ahí está. Suena Rock & Rock Part II. Matías comienza a descender y a bailar al ritmo de la música. Alguien a su derecha lo abuchea. Saca su pistola y le dispara entre los ojos. Ahora apunta a la izquierda y descerraja otro tiro y otro y otro. Así hasta vaciar el cargador. Al menos morirán diez personas.

            Los espectadores de las filas más cercanas a la pantalla huyeron, al oír los primeros disparos, por la puerta de emergencia. El alter ego de Joker  tira la pistola a un lado y sale camuflado entre los que huyen de él. Imita a los que le rodean: grita y corre.

            Ya en la calle. A más de cien metros de la sala, se para ante un escaparate con todos los televisores encendidos, menos uno que le sirve de espejo involuntario.

El reflejo de la negra pantalla le devuelve su figura.

Tiene manchas de sangre sobre la camisa.

La risa de Joker se apodera de él.

©Andrés Gusó

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LA CITACIÓN

LA CITACIÓN

Lees y relees la citación. Es del Juzgado de Primera Instancia número cuatro de Badajoz. Nunca has estado en esa ciudad. Ni siquiera te detienes cuando vas de paso camino de Portugal. De Extremadura siempre prefieres ir a Cáceres y visitar la ciudad vieja, o a Mérida, y ver alguna representación, en verano, al aire libre, en su magnífico teatro romano. Ahí visteis Antígona de Sófocles, ¿te acuerdas? Con la Machi. Le comentaste a tu acompañante que, como siempre, estuvo magnífica. Te encanta el arte y los iconos románicos en particular. Eres una especialista reconocida en arte sacro. En principio, piensas que quizá te requieran para que hagas un peritaje de alguna obra sustraída u otra cosa relacionada con tu especialidad. Pero no.

Te han citado por un caso de homicidio. No, no te sorprendas. Léelo bien hasta el final, no te precipites, que siempre vas con prisas. Léelo despacio y comprenderás que el Juzgado no se ha equivocado contigo. Tú lo presenciaste. Incluso podríamos convenir que tuviste mucho que ver con la muerte y posterior desaparición del marido de tu hermana. De tu cuñado Ramón. Sí, de ese cabrón,  que anhelas que no descanse en paz, ni que Dios lo tenga en su gloria. Es más, esperas y deseas que Satanás lo haya cargado de cadenas y le haya asignado un puesto en sus calderas.

No te preocupes. Podrás argumentar que fue en defensa propia. Que tu hermana se defendió como pudo del violento ataque de Ramón. Que el muy puerco estaba fuera de sí, borracho como siempre, pegón como nunca. Incontrolable, desbocado como un caballo salvaje. Dando puñetazos y coces a tu hermana hasta hacerle perder el sentido, para luego ensañarse con ella y violarla sin oposición. Claro que ella también le dio bien antes, con el candelabro ese judío de los siete brazos que compró en Jerusalén. Lo primero que encontró a mano, con velas y todo. Ramón se llevó dos buenos golpetazos. No fueron suficientes para tumbarlo ¿verdad? Él se enfureció aún más, si cabe. Tanto que logró arrebatarle el candelabro y revertir la situación.

Seguramente te acordarás que cuando entraste en la habitación, Ramón estaba sobre ella, con los pantalones bajados, forzándola. Te estremeciste de asco y de rabia. Buscaste algo contundente con lo que golpear a tu cuñado. Algo con lo que detener aquella tropelía. Tu hermana se despertó a mitad de la violación, seguramente por la tremenda violencia desatada. Lo arañó, lo mordió en el brazo. Se defendió. Él resistió y continuó en su empeño hasta que tú, por fin, interviniste, ¿recuerdas? Con el candelabro ensangrentado que yacía a los pies de tu hermana tendida en el suelo. Lo recogiste, con calma —sabías que Ramón no se había percatado de tu presencia— y lo sujetaste con fuerza con ambas manos. Lo elevaste sobre tu cabeza y lo bajaste con decisión y precisión sobre la nuca de tu cuñado. Sonó como el crujido de un tronco ardiendo en la chimenea. Un crepitar. De vertebras. Ramón cesó en su deleznable empresa y cayó sobre un costado. Entre las dos conseguisteis quitárselo de encima a tu hermana. Le distéis la vuelta. Estaba grogui. Y entonces, tú sabes bien quién de las dos lo golpeó con aquel artilugio judío, una y otra vez, hasta desparramar la masa craneal sobre el suelo del salón.

Como Antígona y su hermana Ismene, vosotras también teníais que enterrar aquel cuerpo. No era vuestro hermano como en la obra, ni tampoco era tan noble vuestro gesto como el de la protagonista, pero aquel cadáver en la habitación era una prueba inculpatoria y diez años de cárcel para cada una, a menos que el jurado acepte legítima defensa y se reduzca a dos o a cero, incluso. Lo malo es que no llamasteis al 112. Ni a la policía. No existiría, en principio, la eximente de defensa propia.

Lo troceasteis en la cocina. Os llevó toda la noche y parte de la mañana del día siguiente. Tuviste que llamar al museo y mentir. Dijiste que estabas enferma. Con gripe.

Te has puesto nerviosa. Tú sabes bien el porqué. No sabes si van a por tu hermana o a por ti. O a por ambas. La citación es algo vaga, sólo especifica día, hora y lugar. Aunque menciona también homicidio, te recuerdo. Léelo bien.

Ahora rememoras, te vienen más detalles.

Disgregasteis el cuerpo en bolsas negras de la basura. Lo esparcisteis por la Sierra de San Pedro. Unas en contenedores. Otras enterradas. Otras lanzadas con lastre al embalse de La Peña del Águila.

Hace diez años de esto. Ya no te acordabas ¿verdad?

Aunque un asesinato siempre se recuerda.

Te cambia para toda la vida.

Cuesta mucho olvidarlo en el trastero de la mente.

Siempre regresa, siempre aparece.

Como siempre aparecen los cadáveres.

Aunque sea a trozos.

© Andrés Gusó 2020

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A CONTRARRELOJ

A CONTRARRELOJ

6:45. Suena el despertador en casa de los García Gaytán. Será Luis quien de un manotazo apague la alarma. Los lunes y viernes lo programan quince minutos antes de las siete porque suele haber más tráfico. Tienen comprobado que ese cuarto de hora de anticipación les evita media hora de atasco. Asunción arañará aún unos minutos al reloj y se dará la vuelta arropándose con la sábana a conciencia.

6:47. Luis es el primero en entrar en la ducha y arreglarse. En teoría, Asunción debería levantarse también y preparar los desayunos. Es lo convenido desde hace años. Pronto cumplirán treinta como matrimonio. Ya le dará un toque cuando salga y se prepare para afeitarse, decide Luis. Hoy se siente más considerado con ella. «Igual luego, al final del día, necesite su apoyo», recapacita.

6:50. Asunción se ha desperezado por fin y debe apresurarse. En dos minutos su marido saldrá del baño afeitado y en quince más se vestirá y compartirán desayuno. Luis es muy estricto con esto: le gusta desayunar juntos y conversar, dado que no se verán hasta la noche. Asunción es funcionaria en el Ayuntamiento, su horario es idéntico todos los días: de ocho a tres, ininterrumpido. El de Luis es el típico de multinacional: se sabe cuando se entra, pero no cuando se sale.

07:07. Ambos están ya sentados a la mesa. Asunción se duchó a la carrera. Ya terminará de arreglarse en el coche, como siempre. Luis está preocupado y lo comparte con su mujer. Hoy es viernes, día de despidos. Conoce la situación de la empresa al ser el subdirector financiero. Los accionistas querrán que se les repartan los beneficios prometidos y la empresa difícilmente podrá hacerlo este ejercicio si no reduce gastos dramáticamente.

—Los ingresos son menores cada día —le comenta—. Habrá que recortar para cumplir lo prometido y ya se sabe lo que se recorta primero: empleos. Y encima, eso siempre ocurre en viernes. Ya sabes, así el despedido tiene todo el fin de semana para asumirlo y los que se quedan no tienen tiempo para comentarlo. El lunes todo vuelve a su cauce. Siniestro, eh.

07:27. Luis retira y lava los platos del desayuno mientras su mujer termina de vestirse. Están compenetrados, son un equipo. Al chico, universitario ya, lo tienen de Erasmus en Helsinki; uno menos al que apremiar con la dictadura del tiempo. «Seguro que allí no llega ningún día tarde», piensa su madre.

07:31. El morro del coche se asoma a las aún oscuras calles. En cinco minutos el sol mostrará su cresta por el este de los edificios de Madrid, allá al fondo, a 15 kilómetros en línea recta por la A5. Como es viernes, en lugar de coger el túnel, Luis bajará por el Paseo Extremadura, tiene semáforos pero también vías de escape en caso de atasco. Asunción retoma la conversación sobre la posibilidad de despido. Aún recuerda como lo pasaron de mal en el 2008 cuando comenzó la crisis y su marido perdió su trabajo. Menos mal que el suyo era fijo y pudieron hacer frente a los pagos ineludibles: hipoteca, colegio y un préstamo personal para comprarse una caravana con la que ir de camping en verano.

07:50. Alcanzan el puente sobre el Manzanares y lo cruzan hasta que el semáforo se pone rojo y Luis detiene el coche. Seguir recto o subir por la Cuesta de la Vega. Cada lunes y viernes la misma pregunta, la misma rutina, la misma contestación: seguir recto.

—No te preocupes, cariño. No creo que me toque a mí precisamente. Aunque no hay puesto seguro, el mío… Bueno, alguien debe controlar la pasta y ese es mi trabajo. No pasará nada, ya verás —trata así de apaciguar su evidente preocupación.

Asunción termina de pintarse los labios aprovechando que el vehículo está parado.

—Vale. Crucemos los dedos —responde.

07:53. El coche arranca y enfila recto por la calle Segovia. No le precede ningún vehículo por lo que acelera para gestionar la pendiente. Por el rabillo del ojo Luis ve que su mujer le señala el puente de Bailén, que cruza sobre esa calle a gran altura.

—¿Qué pasa, cielo?

—Allí arriba… Que hay alguien en el borde, mira —le indica Asunción.

Luis gira su cabeza y entorna los ojos para enfocar bien su mirada. Efectivamente parece que hay un hombre de mediana edad y escasa estatura que permanece allí como colgado. No lo ve bien del todo. Instintivamente reduce la velocidad cuando se aproxima. El hombre del puente se suelta y cae al vacío. Luis frena con firmeza y el coche se detiene justo a unos pocos centímetros del ya seguramente cadáver. Automáticamente mira por el retrovisor esperando que el coche de atrás también frene a tiempo y no le golpee. Pero no lo seguía nadie, afortunadamente. De frente por el otro lado, a los lejos, a unos cien metros, baja una furgoneta blanca. «Me da tiempo», considera Luis. Introduce la marcha atrás y retrocede lo justo para poder sortear el cadáver, invade el carril contrario de bajada y sube por él unos metros para regresar a su carril, dejar atrás al suicida y continuar su marcha. Incrementa considerablemente la velocidad. Continua hasta la primera calle a la izquierda, por la que se mete para alcanzar, por detrás de Capitanía, la calle Mayor y dejar a su mujer, espantada en todo momento, a tiempo de fichar en las oficinas del antiguo Ayuntamiento en la plaza de la Villa.

07:58. Asunción se apea del coche. Le tiemblan las piernas y mientras corre hacia la entrada de su bello edificio un pensamiento redundante la tortura: «Denegación de auxilio. Ay, ¿nos habrán visto?». Ficha un minuto antes de las ocho.

08:28. Luis llega al garaje de su edificio. Aparca y toma el ascensor hasta la planta 25. Ficha a las ocho y media en punto. Puntual como siempre.

09:10. El director de recursos humanos lo llama a su despacho.

Andrés Gusó

 

 

 

 

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REHÉN

REHÉN

Debido a mi sentido de la lealtad de sangre, me veo en esta pésima situación: corriendo descalzo por la nieve. Mi hermano me la ha jugado.

Llegamos a esta apartada dacha, mi jefe y sus dos guardaespaldas, el pasado lunes. Yo conduje. Soy su chófer y guardaespaldas ocasional. Mi fuerte es la conducción extrema, por mi pasado como chófer del jefe local de la KGB en el oblast de Saratov, en la época soviética. Un oblast viene a ser como una región y, entre otras cosas, sirve como división para los territorios mafiosos. Mi jefe actual, Oleg Ivanovich Korolev, es mi hermano mayor y también el boss maffi de la región. Oleg es el rey del transporte. En nuestro oblast nadie transporta nada sino paga un canon a mi hermano. Al igual que en el oblast vecino de Volgogrado, todo el mundo tiene que pagárselo a Dima Alexievich Osipov, a quien visitamos en su dacha y en la que permanezco desde el pasado lunes, en calidad de rehén. Estos cánones se disimulan en forma de seguros de transporte, en lo que lo único que se asegura es que los camiones no sufrirán ningún asalto, el resto de incidencias, averías o accidentes, no están cubiertos.

Nada más llegar a la dacha, los gorilas de Osipov nos pidieron amablemente que dejásemos la artillería en el mueble de la entrada, junto a las botas y abrigos. Nuestro anfitrión, al parecer, odia la nieve sucia y el barro, y las armas ajenas, claro. Yo entregué mi Jericho 941, como todos los demás, pero mantuve, oculta en el escroto desde que me bajé del coche, la pequeña Double Tap del calibre 45. Es un hábito que adquirí en la KGB. Es de titanio y más pequeña que un móvil, por ello no caben más de cuatro balas. Nos cachearon muy superficialmente, dejando la entrepierna fuera de la zona de tocamientos. Aficionados.

Pasamos todos juntos a una sala grande presidida por una chimenea rodeada de varios sofás. En uno de ellos permanecía sentado el boss maffi local. Se levantó y saludó a mi jefe exclusivamente; a los demás nos ignoró. Cada uno se colocó donde creyó oportuno, evidentemente sin ninguna estrategia de defensa al carecer de nuestros hierros. No fue mi caso: me coloqué a menos de un metro de la espalda de mi jefe y frente a su oponente. Era mi deber de hermano.

La propuesta de mi hermano a Dima Osipov, y que yo pude escuchar perfectamente, consistía en transportar tabaco desde nuestro oblast hasta el suyo, venderlo y adquirir alguna otra mercancía, aún por determinar, para no volver de vacío. Osipov le explicó las condiciones: su canon por camión era el habitual del tres por ciento del valor de la mercancía.

Acordaron un canon por camión de bajada y otro de subida distintos, éste último solo del uno por ciento, pues acordaron que mi jefe le compraría pieles de Astracán a una de sus empresas, y por ese motivo Osipov le hacía un descuento en lo relativo al canon de transporte pero no a la mercancía.

Todo parecía acordado ya en cuanto a cánones y precio de las pieles, sin embargo, surgió una condición ineludible sobre el pago a crédito del Astracán: necesitaban una garantía de cobro. Al ser una mercancía de un alto valor, y por ello, muy atractiva para los amigos de lo ajeno, convenía asegurarse el pago. Mi jefe propuso adquirir otra mercancía, pues no tenía fondos suficientes para pagarla al contado, como inicialmente demandó Osipov. Éste, me dio la sensación, necesitaba vender esas pieles antes de que se terminase la temporada invernal. Tenía prisa por capitalizarlas. Y ahí entraba yo. El trato a crédito que propuso Oleg consistía en que yo, su hermano, le explicó, me quedara como garantía del pago como su “invitado”, eufemismo al uso en nuestra jerga para “rehén”. Si Oleg fallaba en el plazo acordado, Osipov le enviaría mi piel a tiras y por extremidades, a razón de una extremidad semanal. En caso de un mes de retraso mi cabeza sería el mensaje final y definitivo.

Todo fue bien durante la primera semana. Un convoy de tres camiones llegó, repleto de tabaco nacional y de importación, a Volgogrado sin problemas. El pago del canon se hizo puntualmente, en dólares y en metálico, como se hubo acordado. Se cargaron los camiones con las pieles, éstas se camuflaron cubriéndolas con cajas de cartón, que contenían vajillas de loza. El viaje de vuelta, se hizo como siempre en convoy de a tres, con sus conductores armados, pero ahora reforzados por copilotos pertrechados con armas de guerra: los famosos Kalashnikov.

El convoy fue asaltado justo en la frontera entre los dos oblast., en la parte responsabilidad de la mafia de Volgogrado. Los de los Kalashnikov fueron los primeros en rendirse sin disparar ni un solo tiro. Mucha artillería de guerra, mucha parafernalia, para nada. Malditos cobardes y maldita sea mi suerte. Los asaltantes se llevaron los camiones, las pieles y las vajillas también. En tierra únicamente quedaron los cobardes, sin armas y sin honor.

Mi hermano llamó a Dima Osipov para informarle y pedirle una indemnización por el asalto, ya que según la “póliza” ese percance estaba cubierto. Con ese dinero le pagaría las pieles, le dijo. En otras palabras, que se diera por pagado ya. La respuesta de Osipov fue clara: «Aquí no hay póliza que valga. O me pagas en tres días o despídete de tu hermanito».

Hoy se cumplía el plazo. Les estaba esperando, en la habitación de huéspedes, con la Double Tap oculta en la palma de mi mano. Mientras, pensaba en el cabrón de mi hermano, conociéndole, no me extrañaría que se hubiese auto asaltado para quedarse gratis las pieles gracias al seguro. Iluso o cabronazo, no sé. Aquí no hay tal seguro, es una pamema. Esto es Rusia, estos y nosotros somos la puñetera mafia rusa, esto es ahora la guerra y yo su primera víctima.

Entraron a por mí. Eran dos. No me lo pensé. Disparé y les di de pleno. Salí corriendo y alcancé la salida.

Corro descalzo sobre la nieve. Me alcanzarán pronto.

Me comprometo: «la última bala, para mí».

Andrés Gusó

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