Relatos

EL ASCENSOR

EL ASCENSOR

Sintió dos pares de ojos escrutándole. José Montero giró levemente la cabeza para vislumbrar la amenaza. Identificó a los vigías como a dos agentes de seguridad camuflados, a sueldo de los grandes almacenes en los que se encontraba. Desplegados allí para fastidiarle en su empresa: hurtar un reloj de lujo en un descuido de la dependienta. Ya llevaba diseminados, bajo su bata blanca de inocente enfermero, dos brazaletes y una gargantilla que había sustraído hacia apenas cinco minutos en otro mostrador. Iba disfrazado de tal guisa y embozado entre el acalorado gentío, que huía del tórrido y seco verano madrileño en busca del reparador aire acondicionado de los grandes almacenes.

Era hora de salir por piernas, se dijo. Observó la puerta de salida más cercana y vio a un agente de seguridad uniformado hablando por el walkie talkie. Inmediatamente optó por otra salida. Decidió que cogería uno de los cercanos ascensores y se perdería por alguna planta superior. Allí se desharía de la quincalla, para bajar luego tranquilamente por las escaleras totalmente limpio.

            Las puertas estaban a punto de cerrarse cuando José entró en el ascensor, ocupado hasta aquel momento, por un sacerdote y una joven bastante atractiva, sobre la que no pudo evitar posar sus ojos, concretamente en el escote, mientras entraba y se colocaba a su lado. Otro hombre, recio y paticorto, cuelliancho de cráneo rasurado y con ojos de sapo, entró tras él. Este siniestro pasajero se situó cerca de los botones, los cuales oprimía repetidamente con insistencia, como si también huyera, como el descuidero. Tenía prisa por llegar a la séptima planta, a la cafetería con vistas sobre la ciudad de Madrid. Le pareció el lugar idóneo, al estar lleno de turistas y otros clientes, para cerrar un trato con su competidor colombiano en el negocio del narcotráfico. Camilo Pinzón, un desalmado implacable al que se había atrevido a desafiar y al que ahora debía una compensación. Estaba dispuesto a concedérsela durante este encuentro, si es que llegaba vivo al mismo. Dos individuos, de los que sospechaba fueran unos sicarios del colombiano, le habían estado siguiendo por la planta baja. La opción más rápida para deshacerse de ellos fueron los ascensores.

El narco Antón Losada presionó el botón de cierre de puertas con diligencia, pero un carrito de bebé se interpuso entre ellas impidiendo su cierre. Una madre con ojos implorantes y dulce sonrisa demandaba un hueco en el habitáculo para ella, su carrito y el niño de seis años que se asía de su mano libre.

            Por fin las puertas se cerraron y comenzó la ascensión. Justo después de visualizarse el número cuatro en el indicador digital de plantas recorridas, las luces se apagaron deteniéndose el ascensor tras un brusco brinco. Una luz antipánico, tenue y espectral, corrigió la oscuridad tiñendo los rostros de los sobresaltados pasajeros de una lividez plateada. Ni que decir tiene que los que entraron ya nerviosos al ascensor estaban en ese momento a punto de estallar, mientras que los otrora tranquilos clientes comenzaron a ponerse algo nerviosos a partir del repentino apagón.

            Los más tranquilos, extrañamente, eran los niños, tanto el bebé como el chiquillo permanecieron en silencio, sin molestar. A pesar de aquella evidente calma infantil, el sacerdote creyó conveniente hacer notar su experiencia en la docencia.

            —No te preocupes, guapo —le dijo al niño, al tiempo que le acariciaba el rostro—. Enseguida volverá la luz y subiremos…

            —Al cielo —añadió, sin poder reprimirse, el quinqui—. Es que me lo ha puesto a huevo, padre —se excusó.

            Los demás sonrieron. Hizo mucho bien el chascarrillo a los nervios a flor de piel de los forzosos parroquianos.

            —No pasa nada, hijo —contestó el cura—. El humor blanco alimenta la inteligencia, mientras que el negro oculta cierta maldad en quien lo practica.

            Nadie comprendió aquella parrafada, pero la mayoría asintió más por agradar y no comprometerse que por convencimiento. José Montero fue de los que no asintió, pues su mente estaba en otro sitio: en descifrar el sonido de aquella voz que le resultaba tan familiar, de aquella tonalidad e impostada plática del sacerdote. Debía averiguar si estaba en lo cierto:

            —Perdone, padre. ¿Es usted salesiano?

            —Eh, sí. Lo soy —contestó el clérigo algo extrañado.

            —Don Javier, claro. Usted es el padre catequista —afirmó Montero—. Vamos, seguro.

            El interpelado enmudeció sorprendido. Mientras todos lo observaban esperando una respuesta, el ladrón aprovechó para deshacerse de su mercancía robada introduciéndola en el carrito del bebé, bajo las sabanitas. Su madre se llevaría una alegría cuando sacase a su hijo del cochecito.

            Por fin habló el catequista.

            —¿Has sido alumno mío, hijo?

            —El padre Javier —hizo José un alto y se rio mirando en rededor—. El pulpo, lo llamábamos.

            En ese momento regresó la luz. El ascensor inició un corto ascenso hasta la planta superior y se abrieron las puertas. Los dos supuestos sicarios aparecieron al otro lado. Antón Losada se palpó la pistola y retuvo su mano ahí a la espera de acontecimientos. José Montero hizo lo mismo con su navaja mariposa oculta en su bolsillo trasero, pues era de aquellos dos hombres de los que también huía.

La madre y su prole fueron los primeros en abandonar el ascensor precipitadamente. Los dos policías de paisano se hicieron a un lado para, a continuación, entrar en el ascensor y detener al sacerdote.

            —Padre Javier Garmendia Inchausti, le rogamos nos acompañe a comisaria para aclarar su participación en la red de pederastia del colegio San Juan Bosco. Puede acompañarnos por propia voluntad o, si lo prefiere, podemos ponerle las esposas y detenerle. Usted decide —le soltó de corrido el mayor de los policías.

            —Los acompaño.

©Andrés Gusó

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NO ERAN TRUENOS

NO ERAN TRUENOS

No eran truenos. No era una tormenta. El cielo estaba despejado y de un azul luminoso.

Aquel estruendo no podía ser otra cosa que bombas.

Bombas alemanas o bombas rusas.

O ambas.

La última vez que las gemelas bajaron al pueblo a por provisiones para la granja, hará ya una semana, no se hablaba de otra cosa: del avance ruso. Y del retroceso alemán, también, pero con la boca pequeña. La inimaginable derrota, hace apenas un año, cuando Hans, su hermano mayor, les comentaba por carta el avance victorioso de las tropas germanas sobre suelo soviético, se había transformado hoy en previsible. Máxime cuando, hace un mes, vinieron a buscar a Ludwig, el pequeño —apenas diecisiete años recién cumplidos—, para que se uniera a las juventudes hitlerianas y marchase al frente polaco a defender el suelo patrio. «Que estos comunistas ateos no profanen nuestras iglesias, ni nuestra tierra, con sus botas y sus abrigos y sus gorros de piel de zorra», les arengaban los jefes nazis.

Se habían quedado ellas dos solas al cuidado de la granja y de su anciano padre, quien apenas podía ya valerse por sí mismo. Las gemelas se encargaban de todo: alimentar a los animales —unas pocas gallinas, cuatro cerdos y un par de vacas— y de sembrar y recolectar patatas, unas cuantas coles, algunos calabacines y escaso brócoli. Nada más daba ya aquella granja, antes de la guerra la más productiva y ahora la más estéril.

Habían escuchado historias terribles sobre los rusos. Sus vecinas comentaban aterrorizadas las violaciones y posterior asesinato, una vez saciados los soldados rusos, de muchas polacas. Jóvenes y no tan jóvenes. No hacían ascos a ninguna y ninguna se libraba de una muerte, con suerte de un balazo; lo habitual: degolladas para así ahorrar munición. Ellas no querían pasar por eso.

Hertha y Grete pergeñaron un plan: no las iban a encontrar.

Primero pensaron en huir, pero no podían irse sin su padre y tampoco acarrear con él. No les quedaba otra que esconderse, emparedarse si hacía falta. Habían oído historias sobre judíos que se ocultaban de los nazis en falsos armarios o en falsos techos. El rumor de las bombas cercanas las espoleó. Levantaron las tablas del suelo de la habitación de su padre. Únicamente las que estaban justo debajo de la cama de matrimonio. Por allí accederán al sótano a partir de ahora. Como engaño tapiarán la actual puerta de entrada al mismo con ladrillo y cemento. Luego colocarán una alacena delante y rezarán para que los rusos no sospechen. Los ladrillos los sacarán de la antigua caballeriza, cuando en los buenos tiempos criaban caballos. No necesitarán muchos. El problema será el cemento. Tendrá que ser con ceniza y arena del cercano río.

Quemaron, durante dos días completos, la leña que tenían guardada para el invierno. Utilizaron la chimenea para obtener la necesaria ceniza. Nadie se extrañaría de ver el humo escapar por la chimenea pues ya hacía frío. Además, sus vecinos iban a lo suyo: salvar el pellejo. Seguramente también ellos estarán ocultándose de los rusos, pensaron.

Tapiaron la antigua entrada al sótano. La camuflaron con la alacena. Instruyeron a su padre de lo que debía hacer y decir cuando llegasen las tropas rusas o las británicas o las americanas, ya no sabían, a ciencia cierta, quién les iba a invadir finalmente. Su padre no debía esconderse, ni él quiso tampoco, ya que no sería creíble una granja con animales y labranza sin personas. Podría decir que sus hijos murieron en la guerra, que enviudó hacía poco y que hacía lo que podía para ir tirando con la ayuda de algún vecino caritativo. Todo esto les diría si le daban opción a explicarse y si alguno de aquellos brutos paganos hablase su lengua. El padre fue en busca de su pistola, guardada bajo llave desde el tratado de Versalles.

No eran truenos. No era una tormenta. No eran bombas, tampoco.

Oyeron perfectamente un ruido de motores a lo lejos. Se acercaban despacio. «Carros de combate», les dijo su padre. Combatió en la primera guerra mundial, suboficial de caballería y aunque los tanques eran mucho más pequeños y lentos, eran igual de ruidosos. Un sonido inconfundible: agudo y seco y continuo. Las gemelas lo prepararon todo a la carrera. Todavía no se habían pertrechado con viandas suficientes. Pensaron erróneamente que podrían subir y bajar a por ellas a voluntad. No cayeron en que los asaltantes podrían permanecer una semana o más, refrescándose para un nuevo combate, para continuar hacia Berlín, su ulterior objetivo. Grete se situó a la entrada del sótano, bajo el catre, para recoger todo el avituallamiento que su hermana gemela le iba pasando: conservas, agua, judías, coles y patatas, tres sacos. Una olla y una sartén. Cuchillos y tenedores y cucharas. Poco más.

El sonido de las cadenas de los carros de combate que descendían por la colina hacia el valle parecía adueñarse de la casa. No les quedaba más tiempo. Su padre les entregó su Parabellum P08. Bajaron al sótano con ella. «Poca defensa será para tanto soldado», se dijeron.

Las paredes temblaron a causa del traqueteo constante de los tanques, ahora a menos de veinte metros. De repente cesaron el sonido y el temblor. Los sustituyó un zambombazo: un tiro de advertencia a los posibles moradores. Volaron parte del techo del granero, que comenzó a arder. El anciano señor Schulz se asomó a la puerta de la casa con las manos en la cabeza y tambaleándose al no usar su bastón. Dio dos pasos y se apoyó en uno de los pilares del porche para no caerse. Le apuntaron con sus kalashnikov. Mantuvo con dificultad las manos en alto y la verticalidad.

Varios soldados soviéticos, comandados por un sargento, irrumpieron en la casa, repartiéndose por todas las estancias a tropel. Buscaban mujeres y comida. Removieron mesas y sillas. Por fortuna no movieron las camas, pero tanto catre delataba la presencia de al menos cuatro personas, además del anciano. El sargento chapurreaba alemán y le preguntó por el resto de los habitantes de la granja. «Todos muertos: cuatro hijos en la guerra y mi mujer, de pena», le contestó escueto. No pareció convencido el ruso. Gritó: ¡sobaki!

Al poco aparecieron dos soldados con sendos perros siberianos, que de inmediato comenzaron a olisquear por todos los rincones. Se detuvieron los laikas de Siberia en la habitación principal, ladraban repetidamente y tiraban de la correa hasta que pudieron abocarse bajo la gran cama. Ambos perros rascaban y ladraban sobre las tablas del suelo. Entre cuatro soldados retiraron la cama. Los canes persistían en gruñir y ladrar. El sargento mandó levantar las tablas.

Sonó un disparo. Provenía del suelo que pisaban los invasores. Luego otro. Los soldados montaron sus armas y se cubrieron tras los muebles y tabiques.

El señor Schulz se arrodilló y prorrumpió en un llanto intenso y desconsolado.

Los perros callaron.

© Andrés Gusó

Madrid, noviembre 2019

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TESTIGO ACCIDENTAL

Me gusta esa hora de la mañana en la que el sol lucha contra la oscuridad y la vence. Sobre todo en verano. Amanece pronto y no necesito madrugar para apreciar el espectáculo, saborear la brisa marina a esas horas y prepararme para el húmedo calor, que Barcelona me obligará a soportar en un par de horas. Me he bajado a la playa. Enfrente el mar, y en la espalda, el ajetreo del tráfico.

Me siento en la acera a contemplar el Mediterráneo. Hoy está manso, como una balsa de aceite. Por mi derecha veo un corredor por la playa que se aproxima a gran velocidad desde el sur. Va vestido como un atleta: zapatillas de deporte, camiseta de vivos colores y pantalones elásticos negros muy ajustados. Es una estampa atractiva. Saco el móvil y comienzo a grabar.

La playa estaría totalmente desierta sino fuera por el corredor y un joven sentado a unos veinte metros delante de mí. Está hablando por teléfono de cara al mar. Lleva el torso desnudo y un pantalón corto, igual un bañador, no lo veo bien. Está descalzo, me da la sensación. Pienso que seguramente habrá practicado unos largos. Las fiestas de la Mercè son la semana que viene. Fantaseo que quizá se trate de un nadador entrenándose para la travesía a nado del puerto.

Los dos entran ahora en el mismo plano. Algo extraño sucede: el corredor se abalanza sobre el nadador y le quita el móvil de la mano de un rápido zarpazo. Ensimismado, seguramente en su conversación telefónica, no se ha dado ni cuenta de que un descuidero se le acercaba con aviesas intenciones. Se levanta rápido, como si un resorte lo eyectase de la arena. Se ha puesto de pie en menos de un segundo. Se enfrenta al ladrón. Ambos parecen jóvenes, cercanos a la treintena. Se ha entablado una lucha entre los dos. En principio, por lo que puedo apreciar a través del móvil, pues sigo grabando, ninguno de los dos es un experto luchador. Muchos golpes acaban en el aire, se agarran y golpean, se caen y se levantan. Mucho aspaviento. La lucha parece estar igualada, sin embargo, el nadador —sí, está descalzo, aprecio ahora— se ha resbalado tras un último forcejeo. El ladrón aprovecha para iniciar una huida, vuelve la vista atrás y ve que su adversario ha hincado la rodilla y tiene dificultades para volver a levantarse. Gira ahora todo su cuerpo y lanza una patada letal en pleno rostro del indefenso nadador, que cae de bruces como un pelele. El atracador se acerca y remata su agresión con una sucesión de patadas sobre el cuerpo vencido. Me asusto y me oculto detrás de una de las palmeras del paseo. Sigo grabando. Es superior a mí.

El descuidero da por terminado su ataque y deja a su víctima tumbada, en la arena, boca abajo. Se aleja y justo antes de salir del plano mira hacia donde estoy yo. Me sobresalto. Es una mirada dura, de hijoputa convencido y orgulloso, una mirada falta de compasión o de arrepentimiento por lo que acaba de hacer. Nunca olvidaré esa mirada.

Dejo de grabar de inmediato y me guardo el móvil.

Viene hacia mí.

© Andrés Gusó

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LAS MELLIZAS

LAS MELLIZAS

El vacío arañaba sus tripas. El dolor de la hambruna impedía el sueño reparador. Engañaban al hambre con aire, algo de agua y migas de pan duro. Tereza Kaloyanova no podía permitir por más tiempo que las mellizas, sus adorables hijas en la flor de la vida, siguieran sufriendo la falta de alimentos, la falta de ingresos, la falta de todo. La de un padre que proveyera de lo esencial. La de un país seguro en el que desarrollarse. El suyo estaba en la ruina y ellas tres en la más absoluta inanición.

Decidió llamar al tío de sus hijas, Tzvetan Kaloyanov, que trabajaba en España. Siempre les decía que le iba muy bien, que había montado un restaurante de carretera en un nudo de caminos y que no le faltaban clientes, principalmente conductores, que paraban en su local a degustar su productos de primera calidad a buen precio. Ese era el secreto, le decía siempre a su hermana, las tres bes: bueno, bonito y barato. Lo difícil era hacérselo entender cuando se lo traducía al búlgaro, pues no eran bes sino des y uves. Aun así Tereza comprendió lo principal: a su hermano le iba bien. Le enviaría a sus sobrinas para que las colocara (tanto si podía como si no) en su casa de comidas. Pensó que así al menos comerían caliente cada día, aunque no les pagase un sueldo al principio por trabajar con él, las tripas dejarían de repicar. Las chicas estaban en plena adolescencia y necesitaban alimentarse para permanecer sanas y crecer bellas. Ya lo eran de nacimiento, pero la pertinaz carestía las estaba marchitando.

Hanna y Greta llegaron famélicas a Calatayud. El viaje desde Sofía fue agotador. Cuatro jornadas de traqueteo en una desvencijada furgoneta junto a otras tres chicas y un hosco conductor. Sólo pararon para hacer sus necesidades. Dormían (poco) y comían  (menos) en el vehículo. El complejo al que llegaron como último destino constaba de una gasolinera, un bar restaurante, un hotel y un club de alterne. Estaba situado a las afueras de la ciudad aragonesa, en el cruce de varias carreteras nacionales. Su principal clientela eran camioneros en tránsito y lugareños de poblaciones cercanas que se acercaban al caer la noche.

Nada más llegar su tío Tzvetan les quitó el pasaporte y las confinó en un cuartucho del edificio dedicado a burdel. Se fijó con desagrado y decepción en su aspecto desnutrido y macilento, por lo que decidió engordarlas algo antes de subastar su virginidad entre los mejores clientes. Cada día las escoltaba del edificio donde estaban encerradas a la cocina del restaurante. Allí les servía abundante comida con el objetivo de que aquellos cuerpos recuperaran redondeces lo suficientemente apetecibles. En su afán comercial decidió que no estaría de más comenzar por hacerlas trabajar gratis. A Hanna le asignó el servicio de barra y a Greta la puso como pinche de cocina. Durante el día ambas trabajaban en el restaurante. Por las noches eran recluidas en los bajos del burdel hasta el día siguiente. Los días eran monótonos, duros y tristes. Antes de dormir las mellizas hablaban sobre su tremenda situación. Sobre su mala fortuna y la maldad de su tío, que las maltrataba tanto sicológicamente como físicamente. Les gritaba todo el tiempo. Les llamaba inútiles y cosas peores. Les hacía trabajar a destajo, sin descanso, hasta que caía la noche. Se estaban volviendo locas. Temían no fueran a perder la cabeza. Estaban agotadas y discutían sobre cómo escapar de aquel complejo. Llegaron a la conclusión de que huir de allí era imposible, pues en todo momento estaban vigiladas, bien por su tío o bien por sus secuaces.

Greta decidió triplicar la ingesta de alimentos, además de elegir los más grasientos y azucarados, con el objetivo de alcanzar rápidamente un sobrepeso que redujera su atractivo. Su empleo en la cocina le facilitaría el acopio de comida. Su hermana Hanna todo lo contrario: permanecer lo más escuálida posible, por lo que evitó comer viandas calóricas y redujo al mínimo la ingesta del resto de comestibles. El trabajo en la barra, bastante físico y ajetreado, le ayudaría a quemar con rapidez las pocas calorías que ingeriría.

Pasaba el tiempo y Tzvetan veía consternado como su sobrina Hanna seguía esquelética, toda huesos y piel. Ni un gramo de grasa. Rostro exangüe de pómulos salientes. Pelo sin vida ni lustre. Ausencia de curvas. Una escoba invertida. Ella disimulaba y comía cuando su tío estaba presente para a continuación encerrarse en el baño a vomitar todo lo trasegado. La preocupación de su tío por el engorde de Hanna le permitió a Greta pasar desapercibida. En dos semanas había triplicado su peso. Corría el riesgo de que la quisiera subastar cuanto antes si se fijaba en ella y en cómo se había redondeado. Curvas bien torneadas y atractivas. Su pecho recuperó la grasa y la tersura. Mejillas sonrosadas, ojos brillantes. Su bello rostro emanaba salud. Evitaba cruzarse con él. En cuanto lo veía se escondía en la bodega, bajo el banco de trabajo. Un día incluso se ocultó en la gran nevera industrial. Pasó mucho frío. Más que en las heladas montañas de los Balcanes, patria que añoraba a pesar de sus malos recuerdos de calamidades y pobreza.

No pudieron, sin embargo, evitar la codicia de su tío y las prisas por lucrarse a su costa. Una noche Tzvetan se presentó sin avisar en su cuarto. A una la sorprendió vomitando y a la otra comiéndose una tarta de chocolate. El tío se frotó la calva, de atrás hacia delante y viceversa, como los monos ante una situación que no comprenden. Él tampoco entendió bien qué sucedía, pero tenía claro su objetivo. Les entregó unos vestidos cortos y ajustados, unos zapatos de tacones imposibles y les conminó a ponérselos. A una no le entraba y a la otra le sobraba por todas partes. No se dio por vencido y regresó con un ancho vestido de punto para Greta y un bodi de la talla más pequeña que encontró para Hanna. Las mellizas reconocieron la amenaza de verse obligadas a acostarse con desconocidos si no hacían algo pronto. El cerebro de Hanna (sin duda, la más espabilada de las dos), a pesar de estar falta de calorías, seguía procesando estratagemas con rapidez. Le dijo a su hermana que le siguiera la corriente y la secundara en todo lo que le iba a proponer a su tío. Greta asintió repetidamente.

La más delgada de las mellizas le dijo a su tío que estaban muy asustadas porque no sabían cómo debían actuar ante los clientes. Que nunca antes habían estado con un chico y que le agradecerían que les enseñase qué debían hacer y decir. Tzvetan volvió a acariciar su calva. De acuerdo, les dijo.

Les ordenó que se quitasen con lentitud la ropa que se acababan de poner. Una vez desnudas les ordenó que se tumbaran junto a él en la cama. No consideró ni por un momento estrenarlas: su codicia era superior a su lujuria. Aun así, pensó, un buen magreo no sólo les vendría bien como aprendizaje, sino que también podría, de paso, reducirle el deseo sexual que lo agitaba. Una vez tumbados Tzvetan dirigió la cabeza de Greta hacia su miembro enhiesto y le explicó lo que debía hacer. Ella se aplicó a la tarea encomendada. Justo en ese momento Hanna gritó: ¡Ahora! Y propinó a su tío un cabezazo en la nariz. Su hermana cercenó de una rabiosa dentellada el pene y lo escupió al suelo. El tío aturdido por el golpe en la nariz y el dolor de su entrepierna se dobló sobre si mismo entre tremendos dolores. Ambas hermanas se levantaron de la cama y cogieron la jofaina de grueso latón en la que hacían cada día sus necesidades. La agarraron entre las dos por sus extremos y golpearon con fuerza sobre la cabeza de su tío hasta que perdió completamente el conocimiento. Greta se vistió rápidamente con su ropa habitual y fue a la cocina a proveerse de afilados cuchillos. Hanna se quedó de guardia sin dejar de agarrar la jofaina frente al cuerpo inerte de su tío.

Lo descuartizaron. Emplearon toda la noche en la cruenta tarea pero consiguieron trocear a Tzvetan en pedazos y meterlo en varias bolsas. Limpiaron la sangre. Quitaron las sábanas e hicieron una lavadora. Tiraron las bolsas al contenedor frente al restaurante. Cuando regresaban al edificio vieron al camión de la basura acercarse. Nadie lo iba a encontrar y serían libres de irse a otro lugar. Recogieron sus escasísimas pertenencias, robaron la recaudación de varios días que su tío guardaba en su cuarto, bajo el colchón, como hacía en Bulgaria y se marcharon en el primer tren que paró en la estación: un AVE destino Madrid.

ÓAndrés Gusó 2019

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SECUESTRO

SECUESTRO

Llevo varias horas observando al bajito. Culitrón le llaman. Un mote que le va. Desde que me trajeron aquí a la fuerza es el único que parece razonable, y en cierta manera, me defiende. Me extraña que, tratándose de un secuestro, me permitan escuchar todo lo que dicen. Igual es una estrategia para desmotivarme, o es que el lugar es tan reducido, que no queda otra que estar todos apiñados en esta choza a las afueras de Maracaibo. Cómo se me ocurrió venir al culo del mundo, a esta ciudad en ruinas. Todo por el petróleo barato. Todo por la compañía que me paga un sueldo imposible en España.

Aquí estamos en comunión, expectantes a lo que ocurra en la otra parte de la línea telefónica. Allá lejos, en Londres, a siete mil ochocientos kilómetros, está la respuesta a mi liberación o a mi extinción. Un miedo avasallador me domina y no me deja pensar con claridad. Conozco a mi empresa. No pagarán un rescate tan alto. Dos millones. Imposible. No es una empresa familiar sino una multinacional. Ya está preestablecido para estos casos: tres anualidades más la actual para un directivo de mi nivel; como si fuese un despido improcedente. Ni un centavo más. Aunque me troceen, no cederán. Son expertos en mantener el plan establecido y acordado en su día. No tienen alma. Nos pagan para no tenerla. Estoy perdido a menos que me espabile y logre sacar a estos desgarramantas de su error y les convenza de la cifra real que pueden conseguir. El más alto no me escuchó cuando se lo dije. Bulldog, le dicen. Me pareció frío, calculador y ambicioso. Ni siquiera me miró. Solo dijo: «Tú te callas». Tan categórico fue, que no he vuelto a abrir la boca. Mi única esperanza es el bajito: se le ve maleable.

Ahora que Bulldog y los otros dos salieron a fumar es mi oportunidad. Voy a tratar de hablar con él. Está sólo. Le miro, le hago señas. Me devuelve la mirada. No reacciona. No se mueve de donde está. Me ignora. Insisto. Ya me mira, por fin.

A ver ahora qué vainas quiere este españolito cagón. A ver si se cree que esto es un bar y yo su mesonero. Me parece que este güevón me quiere comer la oreja. Un simple empleado, dice. Es el director de algo en la petrolera, que lo hemos investigado bien. Que no nos van a pagar lo que pedimos, dice. Que es más del doble. Que tiene un contrato en el que se especifica la cantidad para casos de secuestro. Setecientos mil, dice.

Me da la risa. Este güevón se cree que nací ayer. Eso no puede ser, a nadie le hacen un contrato así. Se va a enterar este roñoquero. Primero un pescozón y si no reacciona un culatazo, pues.

Sigue en sus trece. Parece sincero el güevon. En realidad tiene mucho que perder como para mentir. Igual nos pasamos con la cifra. Siempre será mejor un millón que ninguno, y mejor aún: un muerto menos en la conciencia. Al menos para mí, pero ese Bulldog es un ambicioso. Es un realengo duro y cabrón. Mucha calle y mucho plomo balaceado tiene. Un malparido por el sobaco que no escucha a nadie. Cualquiera le dice.

Y el teléfono sin sonar. Ya desespera. Una hora de demora. Se lo están pensando mucho estos inglesitos. Hijos de la Gran Bretaña, les dicen. No llegaron a conquistar medio mundo siendo unos blandos, bien matones fueron, que no quedó un indio en el norte. Igual el españolito tiene razón y…

Por fin, ya suena.

Ya voy. No lo dejan fumar a uno tranquilo. Espero que estos mamagüevos lo hayan pensado bien y cumplan. Un par de tonos más. Que se pongan nerviosos.

Comienza la rutina: comprobar que su muchacho está bien. Quieren hablar con él. Me lo temía. Bah, lo normal.

—Tú, ponte. Como digas algo de más te corto la lengua, cabrón.

Estuvo bien el pana. Convincente.

Sigue la rutina: negocian a la baja como si estuviéramos en un zoco árabe. Regatean con la vida de su directivo. Cómo se atreven: nos ofrecen menos de la mitad de lo que les pedimos. Estos mojoneros tacaños quieren jugar conmigo. No saben con que gallo pelean. No conocen a Bulldog. A los chinos les tuvimos que cortar orejas y lenguas. Parece que estos inglesitos son igual de comemierdas. Igual si fuera inglés, en lugar de español, hubiesen ofrecido más. Racistas de mierda.

Más rutina: dos orejas de momento. Habrá que negociar fuerte, que vean que no nos arrugamos. Que vamos en serio… Que se las corte Culitrón, que se vaya curtiendo, ese babieco.

Qué me dice, qué me cuenta…¡Este imbécil estuvo hablando con el rehén! Estoy rodeado de tarados y estúpidos. Joder. Como me llaman Bulldog que ese culito se va a enterar. Que me lo agarren. Así, bien.

—Le vamos a enviar sus orejitas, y, como contribución añadida, tu lengüecita también  Ya verás cómo pagan, Culitrón. Ya verás cómo lo pagan todito todo, mamón.

© Andrés Gusó

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VODKA

Hace poco más de dos años que cayó el muro de Berlín y que el capitalismo salvaje entrara a saco en la antigua Unión Soviética. Me encuentro en el mercado de abastos de Volgogrado, llamada Stalingrado hasta hace unos días. Busco distribuidor para los productos de la destilería para la que trabajo, una multinacional escocesa que acaba de adquirir una embotelladora a orillas del Volga, a cuatrocientos kilómetros al norte de esta importante ciudad.

            Pregunto en todos los puestos en los que veo que venden vodka, que son la mayoría por cierto, por su proveedor. Todos me responden con el mismo nombre: los hermanos Aksionov, y un mismo lugar: aquí mismo, aquí abajo. Esto último no acabo de entenderlo del todo. Un tendero muy amable, orgulloso de poder ayudar a un extranjero occidental, se ofrece a acompañarme hasta el lugar que mencionan. Caminamos hacia una entrada pobremente iluminada. Me comenta algo sobre la mafia, sobre los hermanos Aksionov. La distribución en general ha caído en manos de la emergente mafia rusa, conformada por antiguos jefes del partido comunista, ex agentes de la KGB, militares y policías; en definitiva, los que mandaban y siguen mandando y los que tenían y siguen teniendo las armas. Mismos perros, distintos collares. Le pregunto, inocente de mí, si son peligrosos, me responde con un «normaln’yy», que traducido vendría a decir que lo más seguro, que lo normal, vamos.

            Estoy incumpliendo totalmente el protocolo de seguridad de mi empresa, el que nos obliga siempre a los occidentales —somos un atractivo objetivo— a ir acompañados por nuestro chofer guardaespaldas. Anatoly no podía aparcar y está dando vueltas alrededor del mercado. Me arriesgo, «solo voy a proponer un buen negocio a un hombre de negocios, qué me podría pasar», me digo para darme valor. Nos hemos adentrado en un laberinto subterráneo de callejuelas estrechas, con múltiples almacenes de bajo techo, mal iluminados y aire viciado. Mi guía me señala un almacén al fondo del pasillo y se marcha. Un larguirucho centinela está a poyado en el vano de la puerta.

            Me dirijo con mi mejor sonrisa y mi mejor ruso al cancerbero. Le informo quien soy y lo que busco. Me entiende a la primera, pero no dice nada. Suelto el nombre de Aksionov para que vea que sé a quien quiero ver específicamente. Sigue sin reaccionar. Insisto en que no querrá que su jefe pierda una buena ocasión de negocio. Parece que esto último ha surtido efecto pues me invita a acompañarlo.

            Me señala un cuartucho algo mejor iluminado y una silla en la que sentarme. No me puedo creer lo que veo: un montón de fajos de dólares americanos alineados sobre una gruesa mesa de madera sin barnizar. De pie junto a la mesa, un armario de doble cuerpo con cabeza de buey y ojos de lobo, totalmente vestido de cuero negro, pistola en sobaquera y cara de pocos amigos. Está escuchando la radio y fumando cigarrillos rusos: ovales, fuertes y de penetrante olor. No me saluda ni me presta la más mínima atención; aunque intuyo que me observa de soslayo. Me entretengo en calcular la suma de dinero que puede haber ahí encima. Cuento veintiséis montoncitos, con cinco fajos cada uno. Éstos parecen contener unos cincuenta billetes cada uno, no estoy seguro. Son billetes de cien dólares, eso seguro: todos tienen la cara de Benjamin Franklin en el anverso. Por lo menos, más de medio millón. Una pasada. Controlo un cierto temblor de mi pierna derecha. Siempre me pasa cuando me pongo tenso. Apoyo ambas manos sobre mis rodillas y espero. Respiro hondo con disimulo.

Un hombre alto y atlético entra en el cuarto. Va igualmente vestido de cuero negro y cubierto con una gorra con orejeras, que no se quitará en ningún momento. Me saluda en ruso. No me da la mano y se limita a decir su nombre y a sentarse. Se trata de Vladimir Aksionov, uno de los dueños del tinglado. No parece un mafioso, pero sin duda lo es. Le pregunto si habla inglés —prefiero hablar de negocios en esa lengua, que domino mejor y además me permite así ocultar mi buen nivel de ruso—. Me responde que sí y pasaremos a hablar en inglés, pero antes, mira feroz al armario de doble cuerpo y con una simple, pero enérgica, indicación de su barbilla, el señalado recoge todo el dinero. Lo acuna en su regazo sirviéndose de los largos faldones de su abrigo. Los pliega bien, como si fuera una suerte de hatillo, y desaparece raudo por la puerta.

            Sonrío como un idiota. Está de más, percibo. Comienzo a exponerle a lo que he venido. Aksionov me escucha atento. Asiente de vez en cuando. Hace alguna pregunta interesante. Me da la sensación de que es bastante inteligente. Creo que aprecia que lo que le propongo le puede resultar muy beneficioso.

            El grandullón cabeza de buey irrumpe en el almacén. Le dice algo al oído a Vladimir Aksionov. Éste asiente y me señala con su típico movimiento de barbilla. Dos manazas me levantan de mi asiento y me zarandean violentamente. El grandullón comienza a cachearme. Me quita el abrigo sin miramientos y lo palpa por todos lados, mientras me pregunta amenazante que dónde lo he escondido. «¿El qué?», le respondo en inglés. «Kakaya veshch?», traduzco al ruso, con lo que me descubro. Me pregunta por el dinero, por los dólares. Que les falta un fajo y creen, al parecer, que me lo he guardado yo en un descuido. «Nyet. Nyet dollarov», le respondo agitado. Sus manazas siguen su exploración, ahora por todos los rincones de mi tembloroso cuerpo, se detiene especialmente en mi entrepierna, luego desciende por los muslos, palmea pantorrillas y tobillos. Me indica que me saque las botas. Son de cordones, imposible haber guardado algo ahí, pero no discuto. Haciendo equilibrios comienzo a desatarlas.

            El centinela larguirucho entra a toda prisa en el cubículo. Le dice al boss maffi que ya han encontrado el fajo que faltaba. El gorila me libera al instante. Suelta un lo siento y se marcha por donde vino junto al larguirucho. Aksionov se disculpa en inglés por lo ocurrido. No me queda otra que poner buena cara.

Regresan los dos empleados con una botella de vodka helado y cuatro vasitos. Brindamos. En Rusia todo lo arreglan con vodka.

«Estoy en el negocio correcto», concluyo.

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ALTER EGO

ALTER EGO

Matías Cortés vive rodeado de pantallas. Son su vida. La pantalla del ordenador es su área de trabajo, su oficina. Es desarrollador de video juegos. Juegos de combate, su especialidad. Fue especialista francotirador en las GOE, Grupo de Operaciones Especiales del ejército de tierra. Ejército que abandonó pronto, no sin antes adquirir mucha experiencia en tiro a larga distancia. También le interesó poder llevar al cinto una HK USP Compacta 9mm Parabellum. La pistola la tiene en casa. El arma larga la tuvo que dejar.

Ahora juega y hace jugar a otros. En video. En línea.

            Otras pantallas en su vida son: la del televisor, a la que dedica al menos seis horas diarias, o algunas más cuando se hace una tele maratón de series. La pantalla del cine es su tercera casa. Acude todos los miércoles por la tarde a la primera sesión. Busca menor afluencia y mejor precio. El séptimo arte es su pasión. Las películas de guerra sus preferidas. Los thrillers su debilidad. Cada semana visiona al menos un film.

            Esta semana ha ido al cine todos los días desde el miércoles pasado y hoy, también miércoles, repite. La misma película: Joker. La misma cada día. El sábado la vio dos veces seguidas. Durante el segundo pase se dedicó a imitar la risa nerviosa que magistralmente modula Joaquin Phoenix. Le mandaron callar varias veces. No hizo caso hasta que vino un empleado de la multisala y le rogó que saliese. Ha seguido practicando en casa.

            La visiona siempre en versión original. No entiende el inglés, pero quiere imitar la risa del actor original, no la del doblador. Hoy compra dos entradas: una para la primera sesión de las cuatro y otra para la segunda, numerada, así no tendrá que hacer cola para coger un buen sitio. La verá dos veces.

            Se la sabe de memoria. Cuando se aproxima la escena de la escalinata —ese magistral momento en el que Joker baila mientras baja por las escaleras de una empinada calle de Gotham City—, Matías se levanta y se va hasta el extremo del pasillo central, atrás al fondo, justo debajo del ventanuco por el que la luz del proyector lanza imágenes hacia la pantalla. En cuanto comienza la escena, se transforma, y al ritmo de la música, imita el baile de Joaquin Phoenix y eufórico desciende poco a poco entre las filas de butacas. Lanza patadas al aire en ambas direcciones al igual que el actor. Extiende los brazos hacia arriba. Salta unos imaginarios escalones. Y ríe. Todo el tiempo. Durante toda la escena. Hasta que llega, entre broncas y silbidos, algo ahogados por la música de Gary Glitter, al final del pasillo central. Se coloca bajo la pantalla. Se inclina y saluda. Se gira y pulsa la barra que abre la puerta de emergencia por la que sale a la calle.

            Da la vuelta a la manzana y llega de nuevo a la puerta del cine. No hace la cola. Tiene la entrada para la segunda sesión en su móvil. Lo muestra al controlador, quien escanea el QR y le permite acceder a la sala. Lo ha visto varios días y sospecha de él, de que quizás tenga enfrente al impertinente que imita la risa del famoso actor. Lo mira fijamente como intentado transmitirle un sé quien eres. No tiene éxito. Matías está a su rollo: piensa únicamente en su nueva exhibición.

            Disfruta de la película otra vez. Se prepara para la escena cumbre. Le ha sobrevenido una erección. Se asombra. Nunca antes le había pasado sin recurrir a estímulos pornográficos. Se levanta y se sitúa bajo el proyector como hizo en la sesión anterior. Se palpa el riñón. Ahí está. Suena Rock & Rock Part II. Matías comienza a descender y a bailar al ritmo de la música. Alguien a su derecha lo abuchea. Saca su pistola y le dispara entre los ojos. Ahora apunta a la izquierda y descerraja otro tiro y otro y otro. Así hasta vaciar el cargador. Al menos morirán diez personas.

            Los espectadores de las filas más cercanas a la pantalla huyeron, al oír los primeros disparos, por la puerta de emergencia. El alter ego de Joker  tira la pistola a un lado y sale camuflado entre los que huyen de él. Imita a los que le rodean: grita y corre.

            Ya en la calle. A más de cien metros de la sala, se para ante un escaparate con todos los televisores encendidos, menos uno que le sirve de espejo involuntario.

El reflejo de la negra pantalla le devuelve su figura.

Tiene manchas de sangre sobre la camisa.

La risa de Joker se apodera de él.

©Andrés Gusó

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LA CITACIÓN

LA CITACIÓN

Lees y relees la citación. Es del Juzgado de Primera Instancia número cuatro de Badajoz. Nunca has estado en esa ciudad. Ni siquiera te detienes cuando vas de paso camino de Portugal. De Extremadura siempre prefieres ir a Cáceres y visitar la ciudad vieja, o a Mérida, y ver alguna representación, en verano, al aire libre, en su magnífico teatro romano. Ahí visteis Antígona de Sófocles, ¿te acuerdas? Con la Machi. Le comentaste a tu acompañante que, como siempre, estuvo magnífica. Te encanta el arte y los iconos románicos en particular. Eres una especialista reconocida en arte sacro. En principio, piensas que quizá te requieran para que hagas un peritaje de alguna obra sustraída u otra cosa relacionada con tu especialidad. Pero no.

Te han citado por un caso de homicidio. No, no te sorprendas. Léelo bien hasta el final, no te precipites, que siempre vas con prisas. Léelo despacio y comprenderás que el Juzgado no se ha equivocado contigo. Tú lo presenciaste. Incluso podríamos convenir que tuviste mucho que ver con la muerte y posterior desaparición del marido de tu hermana. De tu cuñado Ramón. Sí, de ese cabrón,  que anhelas que no descanse en paz, ni que Dios lo tenga en su gloria. Es más, esperas y deseas que Satanás lo haya cargado de cadenas y le haya asignado un puesto en sus calderas.

No te preocupes. Podrás argumentar que fue en defensa propia. Que tu hermana se defendió como pudo del violento ataque de Ramón. Que el muy puerco estaba fuera de sí, borracho como siempre, pegón como nunca. Incontrolable, desbocado como un caballo salvaje. Dando puñetazos y coces a tu hermana hasta hacerle perder el sentido, para luego ensañarse con ella y violarla sin oposición. Claro que ella también le dio bien antes, con el candelabro ese judío de los siete brazos que compró en Jerusalén. Lo primero que encontró a mano, con velas y todo. Ramón se llevó dos buenos golpetazos. No fueron suficientes para tumbarlo ¿verdad? Él se enfureció aún más, si cabe. Tanto que logró arrebatarle el candelabro y revertir la situación.

Seguramente te acordarás que cuando entraste en la habitación, Ramón estaba sobre ella, con los pantalones bajados, forzándola. Te estremeciste de asco y de rabia. Buscaste algo contundente con lo que golpear a tu cuñado. Algo con lo que detener aquella tropelía. Tu hermana se despertó a mitad de la violación, seguramente por la tremenda violencia desatada. Lo arañó, lo mordió en el brazo. Se defendió. Él resistió y continuó en su empeño hasta que tú, por fin, interviniste, ¿recuerdas? Con el candelabro ensangrentado que yacía a los pies de tu hermana tendida en el suelo. Lo recogiste, con calma —sabías que Ramón no se había percatado de tu presencia— y lo sujetaste con fuerza con ambas manos. Lo elevaste sobre tu cabeza y lo bajaste con decisión y precisión sobre la nuca de tu cuñado. Sonó como el crujido de un tronco ardiendo en la chimenea. Un crepitar. De vertebras. Ramón cesó en su deleznable empresa y cayó sobre un costado. Entre las dos conseguisteis quitárselo de encima a tu hermana. Le distéis la vuelta. Estaba grogui. Y entonces, tú sabes bien quién de las dos lo golpeó con aquel artilugio judío, una y otra vez, hasta desparramar la masa craneal sobre el suelo del salón.

Como Antígona y su hermana Ismene, vosotras también teníais que enterrar aquel cuerpo. No era vuestro hermano como en la obra, ni tampoco era tan noble vuestro gesto como el de la protagonista, pero aquel cadáver en la habitación era una prueba inculpatoria y diez años de cárcel para cada una, a menos que el jurado acepte legítima defensa y se reduzca a dos o a cero, incluso. Lo malo es que no llamasteis al 112. Ni a la policía. No existiría, en principio, la eximente de defensa propia.

Lo troceasteis en la cocina. Os llevó toda la noche y parte de la mañana del día siguiente. Tuviste que llamar al museo y mentir. Dijiste que estabas enferma. Con gripe.

Te has puesto nerviosa. Tú sabes bien el porqué. No sabes si van a por tu hermana o a por ti. O a por ambas. La citación es algo vaga, sólo especifica día, hora y lugar. Aunque menciona también homicidio, te recuerdo. Léelo bien.

Ahora rememoras, te vienen más detalles.

Disgregasteis el cuerpo en bolsas negras de la basura. Lo esparcisteis por la Sierra de San Pedro. Unas en contenedores. Otras enterradas. Otras lanzadas con lastre al embalse de La Peña del Águila.

Hace diez años de esto. Ya no te acordabas ¿verdad?

Aunque un asesinato siempre se recuerda.

Te cambia para toda la vida.

Cuesta mucho olvidarlo en el trastero de la mente.

Siempre regresa, siempre aparece.

Como siempre aparecen los cadáveres.

Aunque sea a trozos.

© Andrés Gusó 2020

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A CONTRARRELOJ

A CONTRARRELOJ

6:45. Suena el despertador en casa de los García Gaytán. Será Luis quien de un manotazo apague la alarma. Los lunes y viernes lo programan quince minutos antes de las siete porque suele haber más tráfico. Tienen comprobado que ese cuarto de hora de anticipación les evita media hora de atasco. Asunción arañará aún unos minutos al reloj y se dará la vuelta arropándose con la sábana a conciencia.

6:47. Luis es el primero en entrar en la ducha y arreglarse. En teoría, Asunción debería levantarse también y preparar los desayunos. Es lo convenido desde hace años. Pronto cumplirán treinta como matrimonio. Ya le dará un toque cuando salga y se prepare para afeitarse, decide Luis. Hoy se siente más considerado con ella. «Igual luego, al final del día, necesite su apoyo», recapacita.

6:50. Asunción se ha desperezado por fin y debe apresurarse. En dos minutos su marido saldrá del baño afeitado y en quince más se vestirá y compartirán desayuno. Luis es muy estricto con esto: le gusta desayunar juntos y conversar, dado que no se verán hasta la noche. Asunción es funcionaria en el Ayuntamiento, su horario es idéntico todos los días: de ocho a tres, ininterrumpido. El de Luis es el típico de multinacional: se sabe cuando se entra, pero no cuando se sale.

07:07. Ambos están ya sentados a la mesa. Asunción se duchó a la carrera. Ya terminará de arreglarse en el coche, como siempre. Luis está preocupado y lo comparte con su mujer. Hoy es viernes, día de despidos. Conoce la situación de la empresa al ser el subdirector financiero. Los accionistas querrán que se les repartan los beneficios prometidos y la empresa difícilmente podrá hacerlo este ejercicio si no reduce gastos dramáticamente.

—Los ingresos son menores cada día —le comenta—. Habrá que recortar para cumplir lo prometido y ya se sabe lo que se recorta primero: empleos. Y encima, eso siempre ocurre en viernes. Ya sabes, así el despedido tiene todo el fin de semana para asumirlo y los que se quedan no tienen tiempo para comentarlo. El lunes todo vuelve a su cauce. Siniestro, eh.

07:27. Luis retira y lava los platos del desayuno mientras su mujer termina de vestirse. Están compenetrados, son un equipo. Al chico, universitario ya, lo tienen de Erasmus en Helsinki; uno menos al que apremiar con la dictadura del tiempo. «Seguro que allí no llega ningún día tarde», piensa su madre.

07:31. El morro del coche se asoma a las aún oscuras calles. En cinco minutos el sol mostrará su cresta por el este de los edificios de Madrid, allá al fondo, a 15 kilómetros en línea recta por la A5. Como es viernes, en lugar de coger el túnel, Luis bajará por el Paseo Extremadura, tiene semáforos pero también vías de escape en caso de atasco. Asunción retoma la conversación sobre la posibilidad de despido. Aún recuerda como lo pasaron de mal en el 2008 cuando comenzó la crisis y su marido perdió su trabajo. Menos mal que el suyo era fijo y pudieron hacer frente a los pagos ineludibles: hipoteca, colegio y un préstamo personal para comprarse una caravana con la que ir de camping en verano.

07:50. Alcanzan el puente sobre el Manzanares y lo cruzan hasta que el semáforo se pone rojo y Luis detiene el coche. Seguir recto o subir por la Cuesta de la Vega. Cada lunes y viernes la misma pregunta, la misma rutina, la misma contestación: seguir recto.

—No te preocupes, cariño. No creo que me toque a mí precisamente. Aunque no hay puesto seguro, el mío… Bueno, alguien debe controlar la pasta y ese es mi trabajo. No pasará nada, ya verás —trata así de apaciguar su evidente preocupación.

Asunción termina de pintarse los labios aprovechando que el vehículo está parado.

—Vale. Crucemos los dedos —responde.

07:53. El coche arranca y enfila recto por la calle Segovia. No le precede ningún vehículo por lo que acelera para gestionar la pendiente. Por el rabillo del ojo Luis ve que su mujer le señala el puente de Bailén, que cruza sobre esa calle a gran altura.

—¿Qué pasa, cielo?

—Allí arriba… Que hay alguien en el borde, mira —le indica Asunción.

Luis gira su cabeza y entorna los ojos para enfocar bien su mirada. Efectivamente parece que hay un hombre de mediana edad y escasa estatura que permanece allí como colgado. No lo ve bien del todo. Instintivamente reduce la velocidad cuando se aproxima. El hombre del puente se suelta y cae al vacío. Luis frena con firmeza y el coche se detiene justo a unos pocos centímetros del ya seguramente cadáver. Automáticamente mira por el retrovisor esperando que el coche de atrás también frene a tiempo y no le golpee. Pero no lo seguía nadie, afortunadamente. De frente por el otro lado, a los lejos, a unos cien metros, baja una furgoneta blanca. «Me da tiempo», considera Luis. Introduce la marcha atrás y retrocede lo justo para poder sortear el cadáver, invade el carril contrario de bajada y sube por él unos metros para regresar a su carril, dejar atrás al suicida y continuar su marcha. Incrementa considerablemente la velocidad. Continua hasta la primera calle a la izquierda, por la que se mete para alcanzar, por detrás de Capitanía, la calle Mayor y dejar a su mujer, espantada en todo momento, a tiempo de fichar en las oficinas del antiguo Ayuntamiento en la plaza de la Villa.

07:58. Asunción se apea del coche. Le tiemblan las piernas y mientras corre hacia la entrada de su bello edificio un pensamiento redundante la tortura: «Denegación de auxilio. Ay, ¿nos habrán visto?». Ficha un minuto antes de las ocho.

08:28. Luis llega al garaje de su edificio. Aparca y toma el ascensor hasta la planta 25. Ficha a las ocho y media en punto. Puntual como siempre.

09:10. El director de recursos humanos lo llama a su despacho.

Andrés Gusó

 

 

 

 

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REHÉN

REHÉN

Debido a mi sentido de la lealtad de sangre, me veo en esta pésima situación: corriendo descalzo por la nieve. Mi hermano me la ha jugado.

Llegamos a esta apartada dacha, mi jefe y sus dos guardaespaldas, el pasado lunes. Yo conduje. Soy su chófer y guardaespaldas ocasional. Mi fuerte es la conducción extrema, por mi pasado como chófer del jefe local de la KGB en el oblast de Saratov, en la época soviética. Un oblast viene a ser como una región y, entre otras cosas, sirve como división para los territorios mafiosos. Mi jefe actual, Oleg Ivanovich Korolev, es mi hermano mayor y también el boss maffi de la región. Oleg es el rey del transporte. En nuestro oblast nadie transporta nada sino paga un canon a mi hermano. Al igual que en el oblast vecino de Volgogrado, todo el mundo tiene que pagárselo a Dima Alexievich Osipov, a quien visitamos en su dacha y en la que permanezco desde el pasado lunes, en calidad de rehén. Estos cánones se disimulan en forma de seguros de transporte, en lo que lo único que se asegura es que los camiones no sufrirán ningún asalto, el resto de incidencias, averías o accidentes, no están cubiertos.

Nada más llegar a la dacha, los gorilas de Osipov nos pidieron amablemente que dejásemos la artillería en el mueble de la entrada, junto a las botas y abrigos. Nuestro anfitrión, al parecer, odia la nieve sucia y el barro, y las armas ajenas, claro. Yo entregué mi Jericho 941, como todos los demás, pero mantuve, oculta en el escroto desde que me bajé del coche, la pequeña Double Tap del calibre 45. Es un hábito que adquirí en la KGB. Es de titanio y más pequeña que un móvil, por ello no caben más de cuatro balas. Nos cachearon muy superficialmente, dejando la entrepierna fuera de la zona de tocamientos. Aficionados.

Pasamos todos juntos a una sala grande presidida por una chimenea rodeada de varios sofás. En uno de ellos permanecía sentado el boss maffi local. Se levantó y saludó a mi jefe exclusivamente; a los demás nos ignoró. Cada uno se colocó donde creyó oportuno, evidentemente sin ninguna estrategia de defensa al carecer de nuestros hierros. No fue mi caso: me coloqué a menos de un metro de la espalda de mi jefe y frente a su oponente. Era mi deber de hermano.

La propuesta de mi hermano a Dima Osipov, y que yo pude escuchar perfectamente, consistía en transportar tabaco desde nuestro oblast hasta el suyo, venderlo y adquirir alguna otra mercancía, aún por determinar, para no volver de vacío. Osipov le explicó las condiciones: su canon por camión era el habitual del tres por ciento del valor de la mercancía.

Acordaron un canon por camión de bajada y otro de subida distintos, éste último solo del uno por ciento, pues acordaron que mi jefe le compraría pieles de Astracán a una de sus empresas, y por ese motivo Osipov le hacía un descuento en lo relativo al canon de transporte pero no a la mercancía.

Todo parecía acordado ya en cuanto a cánones y precio de las pieles, sin embargo, surgió una condición ineludible sobre el pago a crédito del Astracán: necesitaban una garantía de cobro. Al ser una mercancía de un alto valor, y por ello, muy atractiva para los amigos de lo ajeno, convenía asegurarse el pago. Mi jefe propuso adquirir otra mercancía, pues no tenía fondos suficientes para pagarla al contado, como inicialmente demandó Osipov. Éste, me dio la sensación, necesitaba vender esas pieles antes de que se terminase la temporada invernal. Tenía prisa por capitalizarlas. Y ahí entraba yo. El trato a crédito que propuso Oleg consistía en que yo, su hermano, le explicó, me quedara como garantía del pago como su “invitado”, eufemismo al uso en nuestra jerga para “rehén”. Si Oleg fallaba en el plazo acordado, Osipov le enviaría mi piel a tiras y por extremidades, a razón de una extremidad semanal. En caso de un mes de retraso mi cabeza sería el mensaje final y definitivo.

Todo fue bien durante la primera semana. Un convoy de tres camiones llegó, repleto de tabaco nacional y de importación, a Volgogrado sin problemas. El pago del canon se hizo puntualmente, en dólares y en metálico, como se hubo acordado. Se cargaron los camiones con las pieles, éstas se camuflaron cubriéndolas con cajas de cartón, que contenían vajillas de loza. El viaje de vuelta, se hizo como siempre en convoy de a tres, con sus conductores armados, pero ahora reforzados por copilotos pertrechados con armas de guerra: los famosos Kalashnikov.

El convoy fue asaltado justo en la frontera entre los dos oblast., en la parte responsabilidad de la mafia de Volgogrado. Los de los Kalashnikov fueron los primeros en rendirse sin disparar ni un solo tiro. Mucha artillería de guerra, mucha parafernalia, para nada. Malditos cobardes y maldita sea mi suerte. Los asaltantes se llevaron los camiones, las pieles y las vajillas también. En tierra únicamente quedaron los cobardes, sin armas y sin honor.

Mi hermano llamó a Dima Osipov para informarle y pedirle una indemnización por el asalto, ya que según la “póliza” ese percance estaba cubierto. Con ese dinero le pagaría las pieles, le dijo. En otras palabras, que se diera por pagado ya. La respuesta de Osipov fue clara: «Aquí no hay póliza que valga. O me pagas en tres días o despídete de tu hermanito».

Hoy se cumplía el plazo. Les estaba esperando, en la habitación de huéspedes, con la Double Tap oculta en la palma de mi mano. Mientras, pensaba en el cabrón de mi hermano, conociéndole, no me extrañaría que se hubiese auto asaltado para quedarse gratis las pieles gracias al seguro. Iluso o cabronazo, no sé. Aquí no hay tal seguro, es una pamema. Esto es Rusia, estos y nosotros somos la puñetera mafia rusa, esto es ahora la guerra y yo su primera víctima.

Entraron a por mí. Eran dos. No me lo pensé. Disparé y les di de pleno. Salí corriendo y alcancé la salida.

Corro descalzo sobre la nieve. Me alcanzarán pronto.

Me comprometo: «la última bala, para mí».

Andrés Gusó

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