Hace poco más de dos años que cayó el muro de Berlín y que el capitalismo salvaje entrara a saco en la antigua Unión Soviética. Me encuentro en el mercado de abastos de Volgogrado, llamada Stalingrado hasta hace unos días. Busco distribuidor para los productos de la destilería para la que trabajo, una multinacional escocesa que acaba de adquirir una embotelladora a orillas del Volga, a cuatrocientos kilómetros al norte de esta importante ciudad.

            Pregunto en todos los puestos en los que veo que venden vodka, que son la mayoría por cierto, por su proveedor. Todos me responden con el mismo nombre: los hermanos Aksionov, y un mismo lugar: aquí mismo, aquí abajo. Esto último no acabo de entenderlo del todo. Un tendero muy amable, orgulloso de poder ayudar a un extranjero occidental, se ofrece a acompañarme hasta el lugar que mencionan. Caminamos hacia una entrada pobremente iluminada. Me comenta algo sobre la mafia, sobre los hermanos Aksionov. La distribución en general ha caído en manos de la emergente mafia rusa, conformada por antiguos jefes del partido comunista, ex agentes de la KGB, militares y policías; en definitiva, los que mandaban y siguen mandando y los que tenían y siguen teniendo las armas. Mismos perros, distintos collares. Le pregunto, inocente de mí, si son peligrosos, me responde con un «normaln’yy», que traducido vendría a decir que lo más seguro, que lo normal, vamos.

            Estoy incumpliendo totalmente el protocolo de seguridad de mi empresa, el que nos obliga siempre a los occidentales —somos un atractivo objetivo— a ir acompañados por nuestro chofer guardaespaldas. Anatoly no podía aparcar y está dando vueltas alrededor del mercado. Me arriesgo, «solo voy a proponer un buen negocio a un hombre de negocios, qué me podría pasar», me digo para darme valor. Nos hemos adentrado en un laberinto subterráneo de callejuelas estrechas, con múltiples almacenes de bajo techo, mal iluminados y aire viciado. Mi guía me señala un almacén al fondo del pasillo y se marcha. Un larguirucho centinela está a poyado en el vano de la puerta.

            Me dirijo con mi mejor sonrisa y mi mejor ruso al cancerbero. Le informo quien soy y lo que busco. Me entiende a la primera, pero no dice nada. Suelto el nombre de Aksionov para que vea que sé a quien quiero ver específicamente. Sigue sin reaccionar. Insisto en que no querrá que su jefe pierda una buena ocasión de negocio. Parece que esto último ha surtido efecto pues me invita a acompañarlo.

            Me señala un cuartucho algo mejor iluminado y una silla en la que sentarme. No me puedo creer lo que veo: un montón de fajos de dólares americanos alineados sobre una gruesa mesa de madera sin barnizar. De pie junto a la mesa, un armario de doble cuerpo con cabeza de buey y ojos de lobo, totalmente vestido de cuero negro, pistola en sobaquera y cara de pocos amigos. Está escuchando la radio y fumando cigarrillos rusos: ovales, fuertes y de penetrante olor. No me saluda ni me presta la más mínima atención; aunque intuyo que me observa de soslayo. Me entretengo en calcular la suma de dinero que puede haber ahí encima. Cuento veintiséis montoncitos, con cinco fajos cada uno. Éstos parecen contener unos cincuenta billetes cada uno, no estoy seguro. Son billetes de cien dólares, eso seguro: todos tienen la cara de Benjamin Franklin en el anverso. Por lo menos, más de medio millón. Una pasada. Controlo un cierto temblor de mi pierna derecha. Siempre me pasa cuando me pongo tenso. Apoyo ambas manos sobre mis rodillas y espero. Respiro hondo con disimulo.

Un hombre alto y atlético entra en el cuarto. Va igualmente vestido de cuero negro y cubierto con una gorra con orejeras, que no se quitará en ningún momento. Me saluda en ruso. No me da la mano y se limita a decir su nombre y a sentarse. Se trata de Vladimir Aksionov, uno de los dueños del tinglado. No parece un mafioso, pero sin duda lo es. Le pregunto si habla inglés —prefiero hablar de negocios en esa lengua, que domino mejor y además me permite así ocultar mi buen nivel de ruso—. Me responde que sí y pasaremos a hablar en inglés, pero antes, mira feroz al armario de doble cuerpo y con una simple, pero enérgica, indicación de su barbilla, el señalado recoge todo el dinero. Lo acuna en su regazo sirviéndose de los largos faldones de su abrigo. Los pliega bien, como si fuera una suerte de hatillo, y desaparece raudo por la puerta.

            Sonrío como un idiota. Está de más, percibo. Comienzo a exponerle a lo que he venido. Aksionov me escucha atento. Asiente de vez en cuando. Hace alguna pregunta interesante. Me da la sensación de que es bastante inteligente. Creo que aprecia que lo que le propongo le puede resultar muy beneficioso.

            El grandullón cabeza de buey irrumpe en el almacén. Le dice algo al oído a Vladimir Aksionov. Éste asiente y me señala con su típico movimiento de barbilla. Dos manazas me levantan de mi asiento y me zarandean violentamente. El grandullón comienza a cachearme. Me quita el abrigo sin miramientos y lo palpa por todos lados, mientras me pregunta amenazante que dónde lo he escondido. «¿El qué?», le respondo en inglés. «Kakaya veshch?», traduzco al ruso, con lo que me descubro. Me pregunta por el dinero, por los dólares. Que les falta un fajo y creen, al parecer, que me lo he guardado yo en un descuido. «Nyet. Nyet dollarov», le respondo agitado. Sus manazas siguen su exploración, ahora por todos los rincones de mi tembloroso cuerpo, se detiene especialmente en mi entrepierna, luego desciende por los muslos, palmea pantorrillas y tobillos. Me indica que me saque las botas. Son de cordones, imposible haber guardado algo ahí, pero no discuto. Haciendo equilibrios comienzo a desatarlas.

            El centinela larguirucho entra a toda prisa en el cubículo. Le dice al boss maffi que ya han encontrado el fajo que faltaba. El gorila me libera al instante. Suelta un lo siento y se marcha por donde vino junto al larguirucho. Aksionov se disculpa en inglés por lo ocurrido. No me queda otra que poner buena cara.

Regresan los dos empleados con una botella de vodka helado y cuatro vasitos. Brindamos. En Rusia todo lo arreglan con vodka.

«Estoy en el negocio correcto», concluyo.